Estaba muy preocupado; debía
emprender un viaje urgente; un enfermo de gravedad me estaba esperando en un
pueblo a diez millas de distancia; una violenta tempestad de nieve azotaba el
vasto espacio que nos separaba; yo tenía un coche, un cochecito ligero, de
grandes ruedas, exactamente apropiado para correr por nuestros caminos;
envuelto en el abrigo de pieles, con mi maletín en la mano, esperaba en el
patio, listo para marchar; pero faltaba el caballo... El mío se había muerto la
noche anterior, agotado por las fatigas de ese invierno helado; mientras tanto,
mi criada corría por el pueblo, en busca de un caballo prestado; pero estaba condenada
al fracaso, yo lo sabía, y a pesar de eso continuaba allí inútilmente, cada vez
más envarado, bajo la nieve que me cubría con su pesado manto. En la puerta
apareció la muchacha, sola y agitó la lámpara; naturalmente, ¿quién habría
prestado su caballo para semejante viaje? Atravesé el patio, no hallaba ninguna
solución; distraído y desesperado a la vez, golpeé con el pie la ruinosa puerta
de la pocilga, deshabitada desde hacía años. La puerta se abrió, y siguió
oscilando sobre sus bisagras. de la pocilga salió una vaharada como de establo,
un olor a caballos. Una polvorienta linterna colgaba de una cuerda.
Un
médico rural, de Franz Kafka.
No hay comentarios:
Publicar un comentario