Vibra el soplo estridente de
la máquina que desaloja vapor; cruje con recio choque una portezuela, algunos
pasos vigorosos repercuten en el andén, silba un pito, tañe una campana, y el
convoy trajina, resuella y huye, dejando la pequeña estación muda y sola, con
el ojo de su farol vigilante encendido en la torva oscuridad de la noche.
El único viajero que ha
subido en San Pedro de Oza es joven, ágil, buen mozo; lleva un billete de
segunda para Madrid, y, apenas salta al vagón, acomoda su equipaje – una maleta
y el portamantas– en la rejilla del coche. Luego desciñe el tahalí que trae
debajo del gabán y lo asegura cuidadosamente en un rincón. Dentro de su
escarcela de viaje guarda Rogelio Terán –que así se llama el mozo– toda su
fortuna: poco dinero y hartas ilusiones; el manuscrito de una novela; un libro
de memorias con apuntes de peregrino artista, versos, postales y retratos.
Ocupan el departamento dos señoras. Al tenue
claror que la lucecilla del techo difunde, sólo se logra averiguar que
entrambas duermen: la una sentada a un extremo, con la cabeza envuelta en un
abrigo que le oculta la cara; tendida la otra en sosegada postura bajo la
caricia confortadora de un chal. Las dos permanecen ajenas al arribo del nuevo
viajero; las dos yacen con igual reposo y oscilan con el tren, esfumadas en la
penumbra del breve recinto, insensibles a la vida maquinal del convoy, como los
inanimados contornos de los almohadones vacíos y los equipajes inertes.
Distrae el caballero unos
minutos en cambiar el hongo por la gorra, ceñirse una manta a las rodillas y
limpiar los lentes con mucha pausa y pulcritud. Luego previene un cigarrillo,
le coloca en los labios con esa petulancia habitual del fumador, y enciende una
cerilla.
La
esfinge maragata, de Concha Espina.
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