¿Ves
aquel clavo grande a la derecha de la puerta de entrada? Todavía me da tristeza
mirarlo, y, sin embargo, por nada del mundo lo quitaría. Me complazco en pensar
que allí estará siempre, aun después de mi muerte. A veces oigo a los vecinos
que dicen: «Antes allí debía de colgar una jaula». Y eso me consuela: así
siento que no se le olvida del todo.
...No
te puedes figurar cómo cantaba. Su canto no era como el de los otros canarios,
y lo que te cuento no es sólo imaginación mía. A menudo, desde la ventana,
acostumbraba observar a la gente que se detenía en el portal a escuchar, se
quedaban absortos, apoyados largo rato en la verja, junto a la planta de
celinda. Supongo que eso te parecerá absurdo, pero si lo hubieses oído no te lo
parecería. A mí me hacía el efecto que cantaba canciones enteras que tenían un
principio y un final. Por ejemplo, cuando por la tarde había terminado el
trabajo de la casa, y después de haberme cambiado la blusa, me sentaba aquí en la
varanda a coser: él solía saltar de una percha a otra, dar golpecitos en los
barrotes para llamarme la atención, beber un sorbo de agua como suelen hacer
los cantantes profesionales, y luego, de repente, se ponía a cantar de un modo
tan extraordinario, que yo tenía que dejar la aguja y escucharlo. No puedo
darte idea de su canto, y a fe que me gustaría poderlo describir. Todas las
tardes pasaba lo mismo, y yo sentía que comprendía cada nota de sus
modulaciones.
El canario, de
Katherine Mansfield.
No hay comentarios:
Publicar un comentario