Algunas noches el Coronel
oía llorar a un niño en la oscuridad. Al principio se preguntaba quién sería,
puesto que hacía muchos años que en la casa no vivía ningún niño. Solo quedaba,
en la mesilla de noche de Madre, una fotografía sepia, una sonrisa transparente
y errática —quién sabía ya si de Madre o del niño—, flotando en la noche, como
una luciérnaga alada. Ahora sus recuerdos, incluso los tenebrosos fantasmas de
la campaña de África, se parecían cada día más a desperdicios, lo que queda,
migas de pan en el mantel, de un antiguo festín. Pero su memoria recuperaba una
y otra vez la imagen de Fermín, su hermano mayor. Encerrado en su marco de
terciopelo malva, vestido de marinero, apoyado en un aro de madera, y siempre
niño. Como un fantasma recurrente —«qué raro, es mi hermano mayor, pero yo
tengo más años que él»—, persistía allí, nadie lo había quitado de la mesilla,
ni aun cuando Madre ya no estaba, hacía años que él se había casado, había
nacido su hija, y Herminia, su mujer, había muerto.
Desde que empezó a
anochecer, se había hecho colocar en su silla de ruedas, de espaldas al balcón
abierto de la sala. Así quedaba frente al espejo que Madre había hecho colgar
inclinado, de forma que quien se mirara en él, o cualquier cosa que se reflejara,
parecía que iba a volcarse sobre uno mismo. Todo era entonces, como le gustaba
decir a Madre, «un paso más allá de lo que parecía». Cuando él preguntaba por
qué el espejo no estaba del todo contra la pared, como los cuadros, repetía
ella: «Un paso más allá», con el aire misterioso de alguien que está y no está.
Desde su muerte la sentía mucho más cerca que cuando vivía y se deslizaba por
la casa sin ruido, siempre en zapatillas, misteriosa, como portadora de
secretos y encomiendas guardadas entre algodones de silencio. Y estaba
sintiendo más que recordando estas cosas cuando en el ángulo derecho del espejo
surgió el resplandor anaranjado, ensanchándose en el cielo.
Demonios
familiares, de Ana María Matute.
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