Anoche soñé que visitaba a
una hermana a la que no había visto durante varios años. Recorría su casa y
advertía los cambios que el tiempo había traído: el nuevo suelo de la cocina,
la sala pintada en un color distinto... Sería un sueño de lo más vulgar,
torpemente doméstico, si no fuera por un par de detalles: uno, carezco de
hermanas; dos, aquella mujer a quien anoche visité la conocía de antes. La
recordaba de otros sueños, de otras madrugadas. Era mi hermana en el mundo
dormido.
Cada día me parece advertir
más claramente que hay un nexo que une las fantasías nocturnas, un hilván de
memoria y de causalidad enhebrado entre los distintos sueños que nos van
ocupando. Como si por las noches fuéramos otros y viviéramos, sin saberlo, una
doble existencia. Y así, cuando el mundo se apaga quizá tengas otra profesión,
otra edad, otra cara; quizá gastes un ojo de cristal o seas karateka. Puede que
al otro lado de tus noches haya un gran amor, o una inmensa derrota. Y esa otra
realidad también tiene su tiempo, se va desarrollando año tras año. Por eso
anoche reconocí a mi hermana; y por eso cuando vi a su viejo gato ronroneando
sobre el nuevo suelo de la cocina, recordé que el animal me había arañado años
atrás, y que aún conservaba huellas de la herida. Miré en sueños mi mano y ahí
estaba la cicatriz, un pequeño garabato sobre un dedo. La existencia nocturna
también nos va marcando.
Quizá sea cierto, en fin,
ese vértigo que todos intuimos en algún momento: que vivimos dos vidas
paralelas, que al dormir nos adentramos en otro mundo y que nuestros días, lo
que llamamos la realidad, no son sino el sueño de esa vida dormida. Yo, por si
acaso, atisbo mis manos en todos los espejos que me cruzo, buscando, hasta
ahora sin éxito, una leve cicatriz en la mano izquierda.
(16-11-91)
La
vida desnuda, de Rosa Montero.
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