Pasaban 7 minutos de la
medianoche. El perro estaba tumbado en la hierba, en medio del jardín de la casa
de la señora Shears. Tenía los ojos cerrados. Parecía estar corriendo echado,
como corren los perros cuando, en sueños, creen que persiguen un gato. Pero el
perro no estaba corriendo o dormido. El perro estaba muerto. De su cuerpo
sobresalía un horcón. Las púas del horcón debían de haber atravesado al perro y
haberse clavado en el suelo, porque no se había caído. Decidí que probablemente
habían matado al perro con la horca porque no veía otras heridas en el perro, y
no creo que a nadie se le ocurra clavarle una horca a un perro después de que
haya muerto por alguna otra causa, como por ejemplo de cáncer o un accidente de
tráfico. Pero no podía estar seguro de que fuera así.
Abrí la verja de la señora
Shears, entré y la cerré detrás de mí. Crucé el jardín y me arrodillé junto al
perro. Le toqué el hocico con una mano. Aún estaba caliente.
El
curioso incidente del perro a medianoche, de Mark Haddon.
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