En el departamento
ministerial de **F; pero creo que será preferible no nombrarlo, porque no hay
gente más susceptible que los empleados de esta clase de departamentos, los
oficiales, los cancilleres..., en una palabra: todos los funcionarios que
componen la burocracia. Y ahora, dicho esto, muy bien pudiera suceder que
cualquier ciudadano honorable se sintiera ofendido al suponer que en su persona
se hacía una afrenta a toda la sociedad de que forma parte. Se dice que hace
poco un capitán de Policía—no recuerdo en qué ciudad—presentó un informe, en el
que manifestaba claramente que se burlaban los decretos imperiales y que
incluso el honorable título de capitán de Policía se llegaba a pronunciar con
desprecio. Y en prueba de ello mandaba un informe voluminoso de cierta novela
romántica, en la que, a cada diez páginas, aparecía un capitán de Policía, y a
veces, y esto es lo grave, en completo estado de embriaguez. Y por eso, para
evitar toda clase de disgustos, llamaremos sencillamente un departamento al departamento
de que hablemos aquí.
Pues bien: en cierto
departamento ministerial trabajaba un funcionario, de quien apenas si se puede
decir que tenía algo de particular. Era bajo de estatura, algo picado de
viruelas, un tanto pelirrojo y también algo corto de vista, con una pequeña
calvicie en la frente, las mejillas llenas de arrugas y el rostro pálido, como
el de las personas que padecen de almorranas... ¡Qué se le va a hacer! La culpa
la tenía el clima petersburgués.
En cuanto al grado—ya que
entre nosotros es la primera cosa que sale a colación—, nuestro hombre era lo
que llaman un eterno consejero titular, de los que, como es sabido, se han
mofado y chanceado diversos escritores que tienen la laudable costumbre de
atacar a los que no pueden defenderse. El apellido del funcionario en cuestión
era Bachmachkin, y ya por el mismo se ve claramente que deriva de la palabra
zapato; pero cómo, cuándo y de qué forma, nadie lo sabe. El padre, el abuelo y
hasta el cuñado de nuestro funcionario y todos los Bachmachkin llevaron siempre
botas, a las que mandaban poner suelas solo tres veces al año. Nuestro hombre
se llamaba Akakiy Akakievich. Quizá al lector le parezca este nombre un tanto
raro y rebuscado, pero puedo asegurarle que no lo buscaron adrede, sino que las
circunstancias mismas hicieron imposible darle otro, pues el hecho ocurrió como
sigue:
Akakiy Akakievich nació, si
mal no se recuerda, en la noche del veintidós al veintitrés de marzo. Su
difunta madre, buena mujer y esposa también de otro funcionario, dispuso todo
lo necesario, como era natural, para que el niño fuera bautizado. La madre
guardaba aún cama, la cual estaba situada enfrente de la puerta, y a la derecha
se hallaban el padrino, Iván Ivanovich Erochkin, hombre excelente, jefe de
oficina en el Senado, y la madrina, Arina Semenovna Belobriuchkova, esposa de
un oficial de la Policía y mujer de virtudes extraordinarias.
Dieron a elegir a la
parturienta entre tres nombres: Mokkia, Sossia y el del mártir Josdasat. «No
—dijo para sí la enferma—. ¡Vaya unos nombres! ¡ No! » Para complacerla,
pasaron la hoja del almanaque, en la que se leían otros tres nombres, Trifiliy,
Dula y Varajasiy.
—¡Pero todo esto parece un
verdadero castigo! —exclamó la madre—. ¡Qué nombres! ¡Jamás he oído cosa
semejante! Si por lo menos fuese Varadat o Varuj; pero ¡Trifiliy o Varajasiy!
Nikolai V. Gogol
No hay comentarios:
Publicar un comentario