El señor Haneda era
el superior del señor Omochi, que era el superior del señor Saito, que era el
superior de la señorita Mori, que era mi superiora. Y yo no era la superiora de nadie.
Podríamos decirlo de
otro modo. Yo estaba a las órdenes de la señorita Mori, que estaba a las órdenes
del señor Saito, y así sucesivamente, con tal precisión que, siguiendo el
escalafón, las órdenes podían ir saltando los niveles jerárquicos.
Así pues, en la
compañía Yumimoto yo estaba a las órdenes de todo el mundo.
El 8 de enero de
1990, el ascensor me escupió en el último piso del edificio Yumimoto. El
ventanal, al fondo del vestíbulo, me aspiró como lo habría hecho la ventanilla rota de un
avión. Lejos, muy lejos, se veía una ciudad tan lejos que dudaba haberla pisado
jamás.
Ni siquiera se me
ocurrió pensar que fuera necesario presentarme en la recepción. En realidad, no
me rondaba la cabeza ninguna ocurrencia, sólo la fascinación por el vacío, por
el ventanal.
A mis espaldas, una
voz ronca acabó por pronunciar mi nombre. Me di la vuelta. Un hombre de unos
cincuenta años, bajo, delgado y feo, me miraba con desagrado.
—¿Por qué no le ha
comunicado su llegada a la recepcionista? —me preguntó.
No supe qué contestar
y nada contesté. Incliné la cabeza y los hombros, constatando que en tan sólo
diez minutos, sin haber pronunciado ni una palabra, ya había causado una mala
impresión en mi primer día en la compañía Yumimoto.
El hombre me dijo que
se llamaba señor Saito. Me pidió que le siguiera por innumerables e inmensas
salas, en las que me presentó a multitud de personas, cuyos nombres yo iba
olvidando a medida que él los iba pronunciando.
Luego me hizo pasar
al despacho de su superior, el señor Omochi, que era enorme y espantoso, lo cual confirmaba su
condición de vicepresidente.
A continuación, me
señaló una puerta y, con tono solemne, me anunció que, tras ella, estaba el señor
Haneda, el presidente. Ni que decir tenía que no debía pasárseme por la cabeza
la posibilidad de conocerlo.
Amélie Nothomb
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