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lunes, 2 de mayo de 2016

Estupor y temblores

El señor Haneda era el superior del señor Omochi, que era el superior del señor Saito, que era el superior de la señorita Mori, que era mi superiora. Y yo no era la superiora de nadie.

Podríamos decirlo de otro modo. Yo estaba a las órdenes de la señorita Mori, que estaba a las órdenes del señor Saito, y así sucesivamente, con tal precisión que, siguiendo el escalafón, las órdenes podían ir saltando los niveles jerárquicos.

Así pues, en la compañía Yumimoto yo estaba a las órdenes de todo el mundo.

El 8 de enero de 1990, el ascensor me escupió en el último piso del edificio Yumimoto. El ventanal, al fondo del vestíbulo, me aspiró como lo habría hecho la ventanilla rota de un avión. Lejos, muy lejos, se veía una ciudad tan lejos que dudaba haberla pisado jamás.

Ni siquiera se me ocurrió pensar que fuera necesario presentarme en la recepción. En realidad, no me rondaba la cabeza ninguna ocurrencia, sólo la fascinación por el vacío, por el ventanal.

A mis espaldas, una voz ronca acabó por pronunciar mi nombre. Me di la vuelta. Un hombre de unos cincuenta años, bajo, delgado y feo, me miraba con desagrado.

—¿Por qué no le ha comunicado su llegada a la recepcionista? —me preguntó.

No supe qué contestar y nada contesté. Incliné la cabeza y los hombros, constatando que en tan sólo diez minutos, sin haber pronunciado ni una palabra, ya había causado una mala impresión en mi primer día en la compañía Yumimoto.

El hombre me dijo que se llamaba señor Saito. Me pidió que le siguiera por innumerables e inmensas salas, en las que me presentó a multitud de personas, cuyos nombres yo iba olvidando a medida que él los iba pronunciando.

Luego me hizo pasar al despacho de su superior, el señor Omochi, que era enorme y espantoso, lo cual confirmaba su condición de vicepresidente.

A continuación, me señaló una puerta y, con tono solemne, me anunció que, tras ella, estaba el señor Haneda, el presidente. Ni que decir tenía que no debía pasárseme por la cabeza la posibilidad de conocerlo.

Amélie Nothomb

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