Era inevitable: el olor de
las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores
contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa
todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso
que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado
antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su
adversario de ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos
de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro.
Encontró el cadáver cubierto
con una manta en el catre de campaña donde había dormido siempre, cerca de un
taburete con la cubeta que había servido para vaporizar el veneno. En el suelo,
amarrado de la pata del catre, estaba el cuerpo tendido de un gran danés negro
de pecho nevado, y junto a él estaban las muletas. El cuarto sofocante y
abigarrado que hacía al mismo tiempo de alcoba y laboratorio, empezaba a
iluminarse apenas con el resplandor del amanecer en la ventana abierta, pero era
luz bastante para reconocer de inmediato la autoridad de la muerte. Las otras
ventanas, así como cualquier resquicio de la habitación, estaban amordazadas
con trapos o selladas con cartones negros, y eso aumentaba su densidad
opresiva. Había un mesón atiborrado de frascos y pomos sin rótulos, y dos
cubetas de peltre descascarado bajo un foco ordinario cubierto de papel rojo.
La tercera cubeta, la del líquido fijador, era la que estaba junto al cadáver.
Había revistas y periódicos viejos por todas partes, pilas de negativos en
placas de vidrio, muebles rotos, pero todo estaba preservado del polvo por una
mano diligente. Aunque el aire de la ventana había purificado el ámbito, aún
quedaba para quien supiera identificarlo el rescoldo tibio de los amores sin
ventura de las almendras amargas. El doctor Juvenal Urbino había pensado más de
una vez, sin ánimo premonitorio, que aquel no era un lugar propicio para morir
en gracia de Dios. Pero con el tiempo terminó por suponer que su desorden
obedecía tal vez a una determinación cifrada de la Divina Providencia.
Gabriel García Márquez
No hay comentarios:
Publicar un comentario