«Don Carlos no tenía más amistad que la de unos cuantos hongos,
filosofastros y conspiradores; estos caballeros debían de estar solos en el
mundo; si tenían hijos y mujer, no los presentaban ni hablaban de ellos nunca.
Anita no tenía amigas. Además don Carlos la trataba como si fuese ella el arte,
como si no tuviera sexo. Era aquella una educación neutra. A pesar de que
Ozores pedía a grito pelado la emancipación de la mujer y aplaudía cada vez que
en París una dama le quemaba la cara con vitriolo a su amante, en el fondo de
su conciencia tenía a la hembra por un ser inferior, como un buen animal
doméstico. No se paraba a pensar lo que podía necesitar Anita. A su madre la
había querido mucho, le había besado los pies desnudos durante la luna de miel,
que había sido exagerada; pero poco a poco, sin querer, había visto él también
en ella a la antigua modista, y la trató al fin como un buen amo, suave y
contento. Fuera por lo que fuere, él creía cumplir con Anita llevándola al
Museo de Pinturas, a la Armería, algunas veces al Real y casi siempre a paseo
con algunos librepensadores, amigos suyos, que se paraban para discutir a cada
diez pasos. Eran de esos hombres que casi nunca han hablado con mujeres. Esta
especie de varones, aunque parece rara, abunda más de lo que pudiera creerse.
El hombre que no habla con mujeres se suele conocer en que habla mucho de la
mujer en general; pero los amigotes de Ozores ni esto hacían; eran pinos
solitarios del Norte que no suspiraban por ninguna palmera del Mediodía».
La Regenta, de
Leopoldo Alas «Clarín».
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