Kino se despertó casi a
oscuras. Las estrellas lucían aún y el día solamente había tendido un lienzo de
luz en la parte baja del cielo, al este. Los gallos llevaban un rato cantando y
los madrugadores cerdos ya empezaban su incesante búsqueda entre los leños y
matojos para ver si algo comestible les había pasado hasta entonces
inadvertido. Fuera de la casa edificada con haces de ramas, en el plantío de
tunas, una bandada de pajarillos temblaban estremeciendo las alas.
Los ojos de Kino se
abrieron, mirando primero al rectángulo de luz de la puerta, y luego a la cuna
portátil donde dormía Coyotito. Por último volvió su cabeza hacia Juana, su
mujer, que yacía a su lado en el jergón, cubriéndose con el chal azul la cara
hasta la nariz, el pecho y parte de la espalda. Los ojos de Juana también
estaban abiertos. Kino no recordaba haberlos visto nunca cerrados al despertar.
Las estrellas se reflejaban muy pequeñas en aquellos ojos oscuros. Estaba
mirándolo como lo miraba siempre al despertarse.
Kino escuchaba el suave
romper de las olas mañaneras sobre la playa. Era muy agradable, y cerró, los
ojos para escuchar su música. Tal vez sólo él hacía esto o puede que toda su
gente lo hiciera. Su pueblo había tenido grandes hacedores de canciones capaces
de convertir en canto cuanto veían, pensaban, hacían u oían. Esto era mucho
tiempo atrás. Las canciones perduraban; Kino las conocía, pero sabía que no
habían seguido otras nuevas. Esto no quiere decir que no hubiese canciones
personales.
En la cabeza de Kino había
una melodía' clara y suave, la habría llamado la Canción Familiar.
John Steinbeck
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